jueves, 14 de abril de 2011

El Baile Infinito

                                                             Sus pies se deslizaban despacio por la superficie imantada y pulida. Plié, punta, flex. De un lado a otro, la música acompasaba los latidos de su corazón y sus puntas marcaban el ritmo al golpe contra el suelo. Lucía volaba  de un lado a otro de la sala de los espejos, cerraba los ojos y se dejaba llevar por aquella dulce melodía. Daba vueltas y vueltas hasta marearse, y sentía ese cosquilleo en el estómago que tanta felicidad la producía. La danza se había convertido en su vida, casi en una obsesión para ella. Bailando las horas pasaban muy rápido, las penas volaban a la vez que sus gacelas y el aire que a veces se le hacía tan pesado de respirar, se convertía en ligero y cómplice de su baile, impulsándola en los saltos y aligerando sus caídas.
Lucía llevaba sus zapatillas de ballet viejas, ya desgastadas de tantos años. Pero eran sus preferidas, sus zapatillas de la suerte, esas que habían crecido y aprendido a bailar con ella.
Su tutú negro marcaba las suaves curvas de su cuerpo, permitía que sus movimientos de bailarina se marcaran más profundamente y su figura se volvía más esbelta y altiva.
Su cuerpo terminaba en un alto moño estirado que se había hecho con delicadeza. Era un moño perfecto. Su madre le había enseñado a peinarse así, cuando era pequeña y todos los días la llevaba a bailar, y se quedaba viéndola. A Lucía le encantaba bailar delante de su madre, siempre la decía "mira mamá, mira lo que hago" y su madre sólo tenía ojos para ella. Pero es que Lucía resplandacía bailando y eso hacía que todas las miradas se dirigieran a ella. Ahora Lucía ya era mayor, y su madre ya no la iba a ver, y no porque no quisiera, es que ya no podía.
Detrás de todo ese maquillaje llamativo, su gran moño alto, su mallot negro y sus zapatillas de ballet estaba Lucía, la misma Lucía que bailaba sola por las calles de Madrid, porque la música se había anclado en su cabeza, y la misma Lucía que se protegía con una armadura para parecer fuerte pero, que en cuanto llegaba a casa, después de todo un día siguiendo el guión y la obra de teatro que era su vida, se permitía el lujo de llorar. De llorar y de echar de menos que su madre la peinara, de llorar de rabia, de llorar sin ganas, de llorar porque ya no sabía que estaba haciendo con su vida.

2 comentarios:

  1. Me ha gustado. Se lee muy bien. Es muy bonito y triste. ¿hay una segunda parte que nos devuelva la sonrisa de las primeras líneas?

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